Siguiendo con mi línea experimental en Pacific Poker, ayer decidí dedicar la tarde a jugar en partidas de sólo 2, 3 o 4 jugadores. Lo que descubrí es lo siguiente: enfrentarse a solas con maníacos es un infierno. Es algo que los que jugáis habitualmente sabéis de sobra, pero yo lo tuve que comprobar por mí mismo, y salí escaldado.
La estrategia de los maníacos consiste pura y simplemente en envidar y reenvidar. Si haces check, te suben; si subes, te resuben. Estos jugadores saben que en partidas de círculo no tienen ninguna opción, pues casi nunca van a conseguir que nueve jugadores se retiren antes del final. Por lo tanto, lo que hacen es buscar víctimas a las que enfrentarse de tú a tú. Ayer una de esas víctimas fui yo.
Y lo más triste es que también yo me convertí anoche en maníaco. No me quedó otro remedio, la verdad. Como no podía dejar que me robaran las ciegas a cada momento, tuve que reaccionar e ir casi con cualquier cosa. Lo que pasó entonces es que la suerte se convirtió en el factor determinante. Cada mano se decidía a cara o cruz, cosa que a los maníacos les iba de coña porque son unos jugadores tan malos que no pueden ganar de otra forma. Pero un jugador serio no puede estar contento con esa situación. Un jugador serio quiere que sus conocimientos de poker cuenten para algo.
Qué imbécil fui. No sólo permití que me arrastraran a su “estilo de juego”, sino que encima seguí jugando hasta más allá del límite de la resistencia humana. Seis horas seguidas, más de 800 manos, jugando con maníacos de mierda me destrozaron física y psicológicamente. Como iba perdiendo, no quería abandonar. Los maníacos se iban relevando, pero yo era el mismo.
Al final perdí $42. Pero lo malo no es eso, lo malo son las cicatrices mentales que me van a quedar. Espero que el recuerdo de tanto horror me sirva al menos para evitar cualquier situación parecida en el futuro. El mero hecho de pensar en volver a pasar por otra sesión maníaca como la de ayer me hace venir ganas de vomitar.